A
ELVIRA
(Una
preciosa niña que lleva ese nombre tan emblemático de las tierras de Granada y
porque por sus venas corre la sangre catalana de mi buen amigo Vicente Esteve)
Cuenta una
antigua leyenda, que allá por las tierras preferidas de los dioses hubo una
mujer muy hermosa, la más bella entre las bellas, dice que sus ojos eran como
dos misterios de azabache, dos perlas entre sedas y abanicos, que sus carnes de
terciopelo rosa nieve eran una promesa de vida palpitando de emociones, que su
pelo era un mantón de seda oscuro que se extendía por su espalda en largura
interminable hasta lograr tocar sus pies de gacela. Dice que era humana y era
reina, reina de las tierras más hermosa del Sur, que era dueña de los valles,
de los ríos, de la extensión montañosa que circundaba el horizonte, dueña de su
cuerpo, dueña de su alma pura como la brisa del alba y dueña de toda la
fantasía que guardaba oculta en el precioso cofre de su corazón.
Dice también
que los hombres temblaban al nombrarla mientras que la devoraban con los ojos y
dicen también que los dioses envidiaban a los hombres que tenían la suerte de
disfrutar de su belleza cuando se mostraba ante ellos.
Cuentan, que un
día, Elvira se estaba bañando desnuda en las aguas purísimas que se deslizan de
las cumbres, las aguas cristalinas acariciaban el cuerpo de la doncella
arropándola con sombras y murmullos mientras ella se deleitaba en el frescor
íntimo de su abrazo.
Aquel día, fue
testigo el Sol de un derroche de belleza, como jamás fue vista en parte alguna
del planeta.
El río, se
recreaba en la belleza de Elvira, en el carmín de sus labios, en el fuego de
sus ojos, en sus carnes de nácar rosa que jugaban dulces y niñas.
La luz se había
hecho sonrisa como una flor de nenúfar resbalando por sus brazos que parecían
dos palomas abrazadas a la espuma, la espuma, agua limpia cariñosa de blancura
acariciaba a la mujer, así mujer y agua, agua y paisaje, se regodeaban de
placer disfrutándose ambas ajenas a unos ojos lascivos que no dejaba de
mirarlas.
Elvira,
confiada y pura salió del río despojándose del agua con la gracia de una diosa
que se desnuda de un sueño, sus pies de espuma y azúcar caminaban por la orilla
como una alondra descalza que acariciara la juncia.
Se fue avanzando
en silencio mientras secaba su pelo con las caricias del viento. Así, entre el
placer de la brisa, el calor del sol y el perfume de jazmines caminaba la joven
sin sospechar que alguien la estaba
mirando con avidez malsana deseando y profanando todo el esplendor de su
belleza.
Era Júpiter,
Dios del rayo, un eterno seductor lúdico y lascivo que enardecido de deseo por
aquella hija de los hombres se recreaba con ojos enrojecidos por el placer.
Ella, inocente
y ajena, caminaba dejándose acariciar por el Sol y por las flores.
Fue tanto el deseo que
despertó en el dios que le observaba, que éste no pudo reprimir el ansia de
poseerla.
Júpiter era consciente de la
imposibilidad de conseguirla como dios, ya que a los dioses no les estaba
permitido mezclar su divinidad con los humanos, por eso tuvo que recurrir a
pesar de ser tan poderoso, a rebajar su poder hasta el engaño, por eso
convirtió su fuerza en la suavidad de las flores, su voz en un susurro, y el
esplendor de sus rayos y sus regias vestiduras en el humilde atuendo de un
campesino.
Se presentó ante la joven
diciéndole así al descender del Olimpo.
_
“No tengas miedo de mí, Oh dulce placer de los ojos, solo quiero darte amor,
ofréceteme dulce niña, soy Júpiter, Dios de dioses, más por ti me he hecho
hombre y deseo que tú seas mí diosa”.
Ella, tímida y pura se
cubrió con los cabellos todo su cuerpo y esto la hizo aún más hermosa a los
ojos del dios, que al verla creció más
su ansia de poseerla pues la vio tal como si una rosa quisiera esconder su
perfuma cobijándose en los pétalos.
_ ¡”OH Júpiter pecaminoso,
aléjate de mí!” Respondió la joven desconsoladamente, pero el dios no estaba
dispuesto dejar escapar su presa, corrió tras ella gestando otros planes para
poder disfrutarla.
Entre tanto, Juno, la esposa
de Júpiter que contemplaba desde el Olimpo la escena, se sintió traicionada por
lo que empezó a utilizar todo su poder para vengarse de Elvira fustigada por el
dolor de verse traicionada.
Júpiter, al ver los planes
de venganza de la diosa, le suplicó que no le hiciese daño a la joven, pero la
diosa no tenía intención de perdonarla, solo quería destruir a su rival, al comprobar Júpiter el furor desmesurado de su
esposa insistió en sus ruegos y entre súplica y súplica, metamorfoseó a Elvira,
la convirtió en una hermosa gacela deseoso de salvarla de las iras de Juno,
Elvira convertida en gacela se fue galopando hacia las cumbres de la sierra,
iba enloquecida porque Juno la perseguía por un lado con rabia y celos, Júpiter
apasionado y loco de deseo también corría tras ella, la pobre Elvira aterrorizada
huía desesperada por la persecución de
los dos dioses que la acosaban en partes iguales, en la huida cayó por un
precipicio despeñándose y quedando mal herida en el pecho.
Al verla tan mal, Júpiter le
pidió a su esposa que tuviese piedad de ella diciéndole.
_ “Perdona su vida y te juro
que no volveré a buscarla jamás”.
_ “Solo la perdonaré con la
condición de que nunca vuelva a ser una mujer”, dijo la diosa.
_ “Está bien, pero tampoco
la dejaras que sea un animal”, dijo el dios.
_ “Tampoco la dejare ser un
vegetal”, dijo la diosa con doloroso acento.
Los montes, los cerros, los
valles del Sur fueron testigos de los estruendos de rayos y centellas que
retumbaron con estrépito por la disputa divina que mantuvieron los dos dioses
para ponerse de acuerdo.
Júpiter fue derrotado, pero
a la vez victorioso porque consiguió que al final Juno se compadeciera de su
amada Elvira. La diosa al ver a Júpiter que suplicaba con la vista baja lleno
de dolor y arrepentido, perdonó a Elvira y le otorgó una gracia,
“Te otorgo el don de que
seas para siempre una ciudad”, Dijo la diosa.
Pasaron muchos cientos de años por la lluvia
incesante de los siglos y la ciudad de Elvira fue poseída por los visigodos que
la vistieron de piedras primigenias, de trajes primorosos y hermosa
arquitectura, fue habitada por gentes que la amaron y la engrandecieron.
Después se enamoraron de
ella grandes hombres, y reyes de Oriente que la convirtieron en una sultana, la
adornaron de sedas y encajes entre jardines y palacios de ensueño.
En la colina donde se
derramó la sangre de Elvira hicieron un jardín maravilloso, de las entrañas de
la tierra brotó una fuente donde la niña derramó su llanto, la llamaron Annadamar, “La fuente de las
lagrimas”, por los lugares por donde persiguieron a Elvira hoy se revuelca el
Albaicín, se corona su recuerdo con la flor del precioso granado, la ciudad
tomo el nombre de Granada, ciudad de la raíz de Elvira, ¡Rayo verde, verde y
rojo, sangre de una diosa y flor de un dios enamorado!
¡Ilibiris,
Charnata! ¡Hoy, el jardín de Al – Ándalus!